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Artes visuales y diseño

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Por Ernesto Lumbreras

Nacido hace 79 años en la colonia Tabacalera de la Ciudad de México, un 17 de julio de 1940, Francisco Benjamín López Toledo eligió la istmeña Juchitán como lugar mítico de su nacimiento. Para él, la fecha de su cumpleaños es un día como cualquier otro, sea este el 15 de septiembre o el 21 de marzo. Por eso se calza los mismos zapatos –por supuesto sin calcetines–, toma el pantalón y la camisa que nunca han plantado cara a la planchadora y sale de su casa para visitar sus querencias. En el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO) lo reciben con mañanitas y pastel, igual pasa cuando llega al Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo y, más tarde, en la galería Quetzalli. Con el poco aire que le sobra de tanto apagar velitas, lo imagino en el ascenso al centro de San Agustín Etla y a la Fábrica de Papel Hecho a Mano. En el camino, escoltado por verdes maizales, recuerda a sus amigos que ya no están aquí: Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco, Roberto Donis, José Luis Cuevas, Rodolfo Morales… Pero también, con una sonrisa, siente la presencia cómplice de Manuel Felguérez, Vicente Rojo, Graciela Iturbide, Francisco Castro Leñero, Irma Palacios, aquí, en este planeta de prodigios y espantos.

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Ha corrido mucha agua bajo los puentes de cantera verde. Después de cinco años de estancia, Francisco Toledo terminaba en 1965 su experiencia de latinoamericano en París. Regresó a Juchitán para poner en orden el caos y, por qué no, instaurar en su visión de mundo un territorio franco donde realidad y deseo han dejado de ser reinos combatientes.

La vida seguía, aquí y allá. El pintor tuvo cuartos, departamentos, casas en pueblos oaxaqueños, en colonias de la Ciudad de México, en ciudades norteamericanas y europeas. La dicotomía de su posible nahual, el chapulín o la iguana, irrumpen en su vida para quemar naves o levantar templos; en el insecto, la vida se vive “a salto de mata”, mientras que en el reptil, la vida quieta es sinónimo de interioridad y éxtasis serenos.

“Los de Juchitán me acusan de traidor porque pinto y dibujo más chapulines que iguanas,” me confesó en alguna plática mientras se preparaba un taco con chapulines y guacamole. El chapulín es el símbolo del valle de Oaxaca; la iguana lo es de la región del Istmo. Después de pasar largas temporadas en Nueva York, Barcelona, París y la Ciudad de México en una segunda época, desde finales de la década de los ochenta, Toledo ha tomado Oaxaca como su hogar y su centro de operaciones.

Desde hace 30 años o más, una sombra, esbelta y rauda, moja las baldosas de Macedonio Alcalá y de otras calles del Centro Histórico de Oaxaca. Se trata de la sombra de Francisco Toledo, que va de visita a sus antiguas casas: la de Macedonio Alcalá 507, hoy sede del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca; la de la esquina en Manuel Bravo y García Vigil, espacio del Centro Fotográfico Manuel Álvarez Bravo.

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La actual casa que habita el pintor, en compañía de su esposa, la artista textil Trine Ellitsgaard, se encuentra en la calle de Munguía. Se trata de una casa de muros blancos, bancas de maderas sin talla alguna, espejos de agua, patios interiores de austeridad “doblemente” franciscana, con macetas de flora de la región y una hamaca de ceniza donde duerme “la muerte de pies ligeros”.

Alguna vez los muros del IAGO fueron tomados –cuando ahí moraba con la poeta Elisa Ramírez− por los pinceles, espátulas y manos de Toledo; en ese entonces pintó, en total desafuero, toda una zoología fantástica y con apetitos venusinos; ahora, esas paredes encaladas sirven de sostén para los cuadros que se cuelgan en las múltiples exposiciones del importante centro cultural.

En el 2006 llegué a vivir por un tiempo a Oaxaca; antes de comenzar “el sonido y la furia” de aquel funesto año, el artista me comentó que en los últimos meses se dedicaba más a la cerámica que a la pintura; en el barro sentía ese temblor, esa naciente catástrofe que por una temporada había desaparecido en sus indagaciones en el lienzo. Con la asistencia de Claudio López, Toledo trabajaba varias jornadas en el taller de San Agustín Etla; allá viajaba para encontrarse con su familiar zoología de inverosímiles hábitos: sapos señoriales y lujuriosos, murciélagos meditabundos o cangrejos alistándose a una nueva cruzada contra el aburrimiento y el pudor.

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Mientras la ciudad de Oaxaca ardía en las llamas de la ineptitud política en aquel aciago 2006, Francisco Toledo movía piezas en su mente de promotor cultural –audaz y sin burocracia, de imaginación infrecuente y nobleza de espíritu– para llevar al Centro de las Artes de San Agustín a tres maestros checos especializados en el arte de las marionetas. Llegaron al solar oaxaqueño con el propósito de impartir un taller de tres meses de duración. El resultado final, previsto desde el arranque, consistía en la producción y puesta en escena de cuatro piezas de teatro. ¿Cómo insertar, entre sus paisanos, esta tradición perfeccionada en los talleres de Praga de los que salieron varias compañías que visitarían, a partir del medioevo, las principales ciudades europeas para el solaz de sus habitantes, aligerando sus preocupaciones habituales de aquella época, la guerra, la peste, el reclutamiento de las cruzadas y la hambruna? La respuesta estaba, desde hacía mucho tiempo, en su cabeza, cubierta por su inconfundible cabellera entrecana y amiga de los vientos, cuando me dio la instrucción: “Vaya con los artesanos de San Martín Tilcajete, por el rumbo de Ocotlán, y dígales que si además de hacer alebrijes no les gustaría fabricar marionetas. A los que se apunten, dígales también, les daremos una beca para su camión y para completar el chivo de la semana.”

En los muchos desayunos que hicimos entre 2006 y 2008, en compañía de amigos y funcionarios públicos, ya fuera en el Bar Jardín o en la Hostería de Alcalá, Toledo ordenaba invariablemente chocolate de agua, huevos en salsa y frijoles caldosos.

Durante el conflicto social del 2006, un anónimo grafitero pintó en los muros del IAGO un burdo retrato de Toledo con esta leyenda: “Maestro pinta arañas”; la frase, por supuesto, no cumplió con su propósito de ofender al pintor. Todo lo contrario, esas tres palabras apuntaban la extraordinaria maestría de unas de sus pasiones artísticas: dibujar y pintar insectos. Él, que nunca obtuvo un título universitario, recibió con cierto orgullo ese grado académico caído en la noche oaxaqueña cercada por la muerte de aquellos días envilecidos.

Por varias fuentes me enteré de esta historia: Francisco Toledo es llamado con urgencia a la casa de Ocotlán de Rodolfo Morales; el pintor de las mujeres levitantes y de las colinas floridas se encontraba enfermo de gravedad. Entre sus últimas voluntades le urgía entregar “el pincel de mando” de la pintura oaxaqueña al artista juchiteco; antes de partir hacia esos cielos de nubes de algodón de azúcar que pintó tanta veces, Morales deseaba reconocer con cariño y admiración a su virtuoso sucesor. Los pintores más jóvenes que Toledo saben esta historia y se preocupan cada vez que el de Juchitán los manda llamar, aunque claro, también se les ilumina el rostro al pensar que puede ser alguno de ellos el que reciba su llamado postrero.

El homo faber pervive en la creación toledana en complicidad con el homo ludens y el homo ridens. Ya sea en tela o en papel, con óleos, acrílicos o guaches, utilizando arenas, semillas, micas minerales o fotografías en el lienzo, pintando sobre conchas de tortuga o huevos de avestruz, tallando madera, fundiendo figuras en bronce o en plata, moldeando y dando color al barro de Zacatecas o en la técnica de la Talavera, grabando en piedra, con aguafuerte o a la punta seca, dibujando con un grafito o con un lápiz de carpintero, tramando la palma o diseñando una fuente, el sentido artesanal y lúdico asoma en toda su obra para dar sustento al genio desaforado de Francisco Toledo.

Ahora en este 2019 de transformaciones y dudas, en las salas del Museo Nacional de Culturas Populares de Coyoacán podemos corroborar las destrezas múltiples del artista en la exposición Toledo ve. En ese espacio dedicado a la imaginería de los artesanos de México, cuelgan sus papalotes con su fauna fantástica y con los rostros de los normalistas de Ayotzinapa, se muestran los coloridos diseños de las baldosas de cemento, su colección de juguetes lúbricos, sus ejercicios de alacranes en herrería, las lámpara de papel hecho a mano, sus peinetas con nahual incluidos, sus carteles de militante utópico…

Entre las diversas facetas del artista oaxaqueño, su obra gráfica me resulta siempre una aventura mayor. Conociendo la fascinante tradición del grabado, Toledo ha dejado en claro que el dibujo y la imaginación, dispuestos en una placa de bronce o en una piedra litográfica, son el arco y la flecha, la araña y el polen, “el reloj y la nube” de todas las fábulas escritas y soñadas por los hombres de buena y mala voluntad.



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